jueves, 2 de abril de 2009

De "El hombre de la calle ante la obra de arte"

Entre dos individuos que discuten porque a uno le gusta el aceite rancio y al otro no, siempre tendrá razón aquél que ame. En estos litigios no hay malas causas.

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No hay corazón, en el que tarde o temprano, no pueda encenderse esa llama. Una llama más o menos viva o duradera, pero más conmovedora por su rareza. Y esa impericia incrementará el encanto de su obra. Cualquier caballo es capaz de nadar, incluso aquél que murió sin haber llegado a ver un río en toda su vida y que siempre igoró sus aptitudes.
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Evitemos esa manía perfeccionista propia de los torpes. Queremos que la obra humana esté provista de gracias humanas, y no hay nada humano que no conlleve algo de fracaso, algo de la caída de Ícaro. El deseo de querer hacer algo mejor que lo humano y y de navegar sin perder nunca el rumbo es perjudicial para esa desenfadada elegancia que queremos conseguir.

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