Sucedió una mañana fresca de mediados de invierno. Todo parecía tan normal como cada día. Se levantó de la cama y se dispuso a seguir el cotidiano ritual: se vistió; en el baño se miró al espejo acomodando sus cabellos; en la sala abrió las cortinas y fue a la cocina a preparar el desayuno. Hasta allí todo fue ordinario, pero minutos más tarde notó una ausencia, aunque no pudo descifrar qué era lo que faltaba. Sucedió cuando era hora de armar el plan del día. Descubrió que no quería hacer nada, pero nada, nada: ni dormir, ni salir, ni estar adentro, ni caminar, ni estar parada, ni sentarse, ni jugar, ni leer, ni hablar, ni comer, ni nada. Se negaba al mundo y no comprendía por qué si la mañana estaba tan linda.
Volvió al espejo a interrogarse, se acostó en la cama y entre las sábanas buscó indicios, pero no toleró ver a Morfeo; se incorporó y preparó un chocolate, el aliviacongojas, y resultó insípido y sin respuestas. No comprendía qué pasaba. Estuvo frente al monitor infinidad de tiempo sin saber por qué. Y luego una voz de tono metálico dio sentido a lo que sucedía. Las ganas se fueron de vacaciones y viajaron miles de kilómetros para conocer y comprender los otros mundos que tanto le han dolido estos días.
Las ganas navegaron entre destiempos y desatinos, entre noticias atrasadas e imágenes cotidianas, entre emociones encontradas y ganas reprimidas, entre reclamos y bromas, entre voces que no se encuentran y ganas que convergen. Y fue allí, cuando unos besos se mandaron al aire y su cuerpo (el de ella), se estremeció, y las ganas decidieron volver y escribir este texto, a modo de postal de su repentino viaje. Y como colofón anotaron:
"No se angustie, estaremos de vuelta cuanto antes; sólo queremos ver cómo queda el marcador. Besos, miles. Ya sabe cuánto se le quiere y de qué manera.
P.D. Esperamos con ansias su misiva."
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