Estos días he estado sintonizada con el tiempo: nublado, lluvioso, frío y por ratos soleado; he dormido más de lo normal y a horas anormales; he soñado mucho y raro; he comido poco y sin hambre; y he querido escribir mucho y hasta ahora finalmente me animo a hacerlo sólo para hablar acerca de los vagos recuerdos que quedan del sueño que tuve este mediodía.
Eramos mi abuelita, mi papá y yo. Ibamos en la paloma camino a Tenango del Valle para visitar a la familia y dejar a mi abue para que pasara ahí algunos días. Del regreso sólo recuerdo la carretera con el campo todo verde de pastizales y el sonido abrumador del motor; nada más.
Ya estando en casa, recuerdo haber visto la noche desde el zaguán rojo y luego entrar directo a la sala para sentarme en el incómodo sillón de toda la vida y hablar por teléfono con algún personaje que parecía importarme mucho en el sueño. Enseguida entró mi papá enorme y con actitud imponente y me atreví al fin a decirle que tengo ganas de tirar parte de los muros de dos habitaciones que están clausuradas desde hace varios años. El papá primero se enojó mucho y dijo que no; se hizo un gran silencio mientras él se asomaba al dormitorio. Yo apelé con timidez a la falta de espacio, a que mi solecito necesita un lugar sólo suyo y también le comenté que como lo planeo, no afectaría mucho la estructura. Sorprendentemente él dijo -Está bien. Pero no quiero dejar este cuarto; extraño mucho a tu abuela-. Y fue justo en ese momento cuando recordé que ambos ya no están. Ella murió hace 12 años; él hace casi 5... Y desperté.
Y desperté con la sensación de que tengo la autorización para modificar cosas en casa y también de que debo pronto ir al Nevado de Toluca y a Tenango para hablar de lo que ha sido de nosotros estos años sin ellos. Es extraño sentir y escribir todo esto, pero es muy fuerte...
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